Los hombres terminaron, dejaron los platos y bebieron hasta la última gota del café; después salieron, padre y el predicador, Noah, el abuelo y Tom fueron hacia el camión, evitando los muebles esparcidos, los armazones de madera de las camas, la maquinaria del molino y el viejo arado. Fueron hasta el camión y se detuvieron junto a él. Tocaron las nuevas tablas de pino de los lados.
Tom abrió el capó y miró el gran motor grasiento. Padre se acercó a él.
—Tu hermano Al lo examinó bien antes de comprarlo —dijo—. Dice que está en buenas condiciones.
—¿Y él qué sabrá? No es más que un chiquillo —dijo Tom.
—Estuvo trabajando para una compañía. El año pasado condujo un camión. No creas que no sabe, es un sabihondo. Sabe lo que hace. Y puede reparar un motor.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó Tom.
—Anda por ahí —dijo padre—, actuando como si fuera un semental. Haciéndose el macho hasta caer rendido. Es un sabihondo con sus dieciséis años y las bolas le dan pie. No piensa más que en chicas y motores. Es simplemente un sabelotodo. Desde hace una semana pasa las noches fuera…
El abuelo, luchando con la ropa, había conseguido meter los botones de su camisa azul en los ojales de la camiseta. Notó con los dedos que algo fallaba, pero no se molestó en averiguar qué. Sus dedos bajaron intentando descifrar la complejidad que suponía abrocharse la bragueta.
—Yo solía ser peor —dijo alegremente—. Mucho peor. Se podría decir que era endiablado. Una vez hubo una gran reunión en un campamento en Sallisaw, cuando yo era joven, un poco mayor que Al. Él no es más que un mocoso y todavía está tierno. Pero yo era más mayor. Y estuvimos en aquella reunión. Quinientas personas hubo y un número adecuado de vaquillas.
—Aún eres un diablo, abuelo —dijo Tom.
—Bueno, sí, una especie de diablo. Pero estoy lejos de ser lo que era. Déjame llegar a California, y poder coger una naranja cada vez que quiera, y verás lo que es bueno. O uvas. Ahí tienes una cosa que no me cansa. Me cogeré un gran racimo de uvas de un arbusto, o de donde salgan, y me lo voy a aplastar en la cara y que el zumo me caiga por la barbilla.
—¿Dónde está el tío John? ¿Dónde está Rosasharn? ¿Y Ruthie y Winfield? Nadie me ha dicho nada de ellos todavía.
—Nadie ha preguntado —respondió padre—. John se fue a Sallisaw con una carga para vender: la bomba, las herramientas, los pollos y todo lo que nosotros trajimos. Se llevó a Ruthie y a Winfield con él. Salieron antes de que amaneciera.
—Es curioso que no los haya visto —dijo Tom.
—Bueno, tú has venido por la carretera, ¿no? Él ha ido por el otro camino, por Cowlington. Y Rosasharn vive con la familia de Connie. ¡Dios mío! Si ni siquiera sabes que Rosasharn se casó con Connie Rivers. ¿Te acuerdas de Connie? Es un joven muy agradable. Rosasharn está esperando para dentro de tres o cuatro o cinco meses. Ahora está engordando. Tiene buen aspecto.
—¡Madre mía! —exclamó Tom—. Pero si Rosasharn era solo una cría. Y ahora va a tener un hijo. Pasan muchísimas cosas en cuatro años si estás fuera. Padre, ¿cuándo piensas que emprendamos viaje al oeste?
—Bueno, hay que llevar estas cosas para venderlas. Si Al vuelve de sus correrías, calculo que puede cargar el camión y llevarlo todo y quizá podríamos salir mañana o pasado. No tenemos demasiado dinero y uno me ha dicho que hay cerca de dos mil millas de distancia a California. Cuanto antes salgamos, más seguro es que logremos llegar. El dinero se va de las manos, gota a gota, pero sin parar. ¿Tú tienes algo de dinero?
—Solo un par de dólares. ¿De dónde sacáis el dinero?
—Vendimos todo lo que había en casa y todos estuvimos recogiendo algodón, incluso el abuelo.
—Por supuesto que recogí —afirmó el abuelo.
—Juntamos todo: doscientos dólares. El camión nos costó setenta y cinco, y Al y yo lo cortamos en dos y montamos esto en la parte trasera. Al iba a pulir las válvulas, pero está demasiado ocupado tonteando para ponerse a ello. Quizá podamos salir con ciento cincuenta dólares. Los malditos neumáticos del camión están viejos y no van a ir muy lejos. Tenemos un par de ruedas de repuesto gastadas. Después supongo que tendremos que coger lo que encontremos por la carretera.


Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck (cap. VIII, 13). Fotografía: Chamisal, New Mexico, 1940 (Russell Lee). Anterior: «Se preguntaba para qué servía luchar y pensar». Siguiente: «El camión olía a aceite, hule y pintura».