El predicador inclinó la cabeza y los demás le imitaron. Madre juntó sus manos sobre el estómago e inclinó la cabeza. La abuela se inclinó tanto que casi metió la nariz en el plato de galletas y salsa. Tom, apoyado contra la pared, con un plato en la mano, inclinó la cabeza con rigidez y el abuelo la agachó ladeada para poder seguir fijando un ojo malicioso y alegre en el predicador. La expresión que mostraba el rostro del predicador no era de oración, sino de reflexión, y el tono que empleó era como una conjetura, no de súplica.
—He estado pensando —empezó—. He estado en las colinas, pensando, casi se podría decir que del mismo modo que Jesús fue al desierto para pensar una solución a todos los problemas.
—Alabado sea Dios —exclamó la abuela, y el predicador la miró sorprendido.
—Parece que Jesús se encontró en medio de un montón de problemas, y no veía ninguna solución, y llegó a preguntarse qué sentido tenía todo y para qué servía luchar y pensar. Estaba cansado, muy cansado, y su espíritu todo gastado. Estaba a punto de dejarlo todo y olvidarse. Y así, decidió marchar al desierto.
—Amén —baló la abuela.
Durante muchos años había sincronizado sus respuestas a las pausas. Y desde hacía muchos años ni escuchaba ni se extrañaba de las palabras empleadas.
—No quiero decir que yo sea como Jesús —continuó el predicador—. Pero yo me había cansado igual que Él, y estaba confuso como Él y como Él me interné en el desierto, sin utensilios para acampar. Por la noche me tendía de espaldas y miraba las estrellas; por la mañana contemplaba sentado la salida del sol; al mediodía veía desde una colina el campo seco y ondulante; y al anochecer admiraba la puesta de sol. Algunas veces rezaba como siempre lo había hecho, pero no sabía a quién rezaba ni por qué. Estaban las colinas y estaba yo y no éramos cosas separadas. Éramos una sola unidad y esa unidad era sagrada.
—Aleluya —dijo la abuela, y se balanceó ligeramente hacia detrás y hacia delante, intentando ponerse en trance.
—Y me puse a pensar, solo que no era pensar, sino algo más profundo. Pensar en cómo éramos sagrados cuando éramos una unidad y en que la humanidad era sagrada cuando era una. Y solo dejaba de serlo cuando un tipejo miserable se impacientaba y dejaba la unidad para seguir su propio camino, revolviéndose, arrastrando y peleando. Un tipo de esos deshacía la santidad. Pero cuando todos trabajan juntos, no una persona por otra, sino cada uno uncido al conjunto, eso es lo correcto y es sagrado. Y entonces pensé que ni siquiera sabía lo que quería decir con la palabra sagrado. —Hizo una pausa en la que las cabezas permanecieron inclinadas porque las habían acostumbrado, como si fueran perros, a levantarlas a la señal de «amén»—. No puedo bendecir como solía hacerlo. Me alegro de que el desayuno sea sagrado y de que aquí haya amor. Eso es todo. —Las cabezas siguieron bajas. El predicador miró a su alrededor—. He conseguido que se os enfríe el desayuno. Amén— dijo, y todas las cabezas se enderezaron.
—Amén —respondió la abuela. Y se puso a comer el desayuno desmigando las blandas galletas con las viejas encías desdentadas y duras.
Tom comía deprisa y padre con la boca atiborrada. No hubo conversación mientras quedó comida y café, solo se oía el crujir de comida masticada y el ruido del café al beberlo. Madre miraba comer al predicador y con los ojos inquisitivos y comprensivos le sondeaba. Lo miraba como si de repente se hubiera transformado en un espíritu, una voz procedente de la tierra, y hubiera dejado de ser humano.


Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck (cap. VIII, 12). Fotografía: Vicksburg, Mississippi, 1936 (Dorothea Lange). Anterior: «Estaba allí sentado, pensando». Siguiente: «Déjame llegar a California y verás lo que es bueno».