Joad le miró con los párpados entrecerrados y luego se rio.
—Claro, es el predicador. El predicador. No hace ni una hora que le hablé a un tipo de usted.
—Fui predicador —dijo el hombre con seriedad—. Reverendo Jim Casy, ejercí de pastor. Solía aullar el nombre de Jesús hasta el cielo. Y solía haber tantos pecadores arrepentidos en la acequia que casi se me ahogaban la mitad. Pero ya no más. Ahora solo soy Jim Casy. Ya no tengo vocación. Tengo un montón de ideas pecaminosas, que, sin embargo, parecen inteligentes.
Joad dijo:
—Es inevitable que se le ocurran ideas a uno si se dedica a pensar en cosas. Claro que me acuerdo de usted. Solía celebrar buenos servicios. Recuerdo una vez que pronunció un sermón entero andando sobre las manos, de un lado para otro, gritando como un desaforado. Madre le apreciaba más que nadie. Y la abuela dice que usted estaba literalmente lleno del Espíritu Santo. —Joad exploró por su chaqueta enrollada, encontró el bolsillo y sacó la botella. La tortuga movió una pata, pero él la envolvió bien envuelta. Destapó la botella y se la ofreció—. ¿Quiere un trago?
Casy tomó la botella y la contempló pensativo.
—Ya no predico demasiado. El espíritu ya no está en la gente; y lo que es peor, ya no está tampoco en mí. De vez en cuando el espíritu se mueve dentro de mí y entonces celebro un servicio, o cuando la gente me deja comida les bendigo, pero mi corazón no está en ello. Lo hago solo porque es lo que esperan.


Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck (cap. IV, 8). Fotografía: Albuquerque, Nuevo México, 1943 (John Collier). Anterior: «Más calor que en el infierno». Siguiente: «Nadie es tan santo ante un trago».